En esta ocasión se trata de reducir u cuento ya hecho, solo se vale quitarle no ponerle ni modificar.
NADIE DECÍA NADA
Por: Raymond Carver
Mi versión recortada del mismo cuento:
Los oía hablar en la cocina. No podía oír lo que decían pero estaban discutiendo. Luego se callaron y ella empezó a llorar.
Luego oí que papá se iba a coger el autobús. Salió dando un portazo.
Al rato mamá vino. Su voz sonaba extraña..., no sé. Le dije que tenía dolor de estómago.
-De acuerdo -Dijo mamá. Pero nada de televisión, no lo olvides.
No estoy para más peleas esta mañana.
Cuando mamá empezó a prepararse para ir al trabajo, le pregunté si podía hacerme la cama en el sofá. Le dije que quería estudiar. En la mesita de la sala tenía los libros de Edgar Rice Burroughs que me había regalado por mi cumpleaños. Y el libro de Sociales. Pero no me apetecía leer. Lo que quería es que se marchara para poder ver la televisión.
Accionó la cisterna del water.
No pude esperar más. Encendí el televisor, pero sin volumen, fui a la cocina, donde mamá había dejado el paquete de cigarrillos, y le cogí tres. Los metí en la alacena y volví al sofá y me puse a leer La princesa de marte. Al salir del baño mamá echó una ojeada al televisor encendido, pero no dijo nada. Yo tenía el libro abierto.Se dio unos toques en el pelo delante del espejo y luego entró en la cocina. Cuando salió volví a poner los ojos en el libro.
-Llego tarde. Adiós, cariño. -No iba a sacar a relucir el tema de la tele. La noche anterior había dicho que ya no sabía lo que era ir al trabajo sin que le "pusieran los nervios de punta".
-Adiós, mamá.
Esperé hasta que puso el coche en marcha y calentó un poco el motor. Escuché como se apartaba de la acera. Luego me levanté y subí el volumen de la tele y fui a coger los pitillos. Me fumé uno y me hice una paja mientras veía una serie de médicos y enfermeras. Luego cambié al otro canal. Luego apagué la tele. No tenía ganas de seguir viéndola.
Luego fui al cuarto de mis padres y anduve curioseando un poco. No buscaba nada en especial, o a lo mejor buscaba otra vez condones, pero el caso es que por mucho que había registrado nunca había encontrado ninguno. Una vez encontré un tarro de vaselina al fondo del cajón. Sabía que algo tenía que ver con el asunto, pero no sabía qué.
Registré unos cuantos cajones, pero sin idea de encontrar nada en concreto.
Al final pensé que sería mejor que me vistiera y fuera andando hasta Birch Creek. La temporada de la trucha seguiría abierta aún otra semana, aunque ya había dejado de pescar todo el mundo.
Saqué mi ropa vieja. Me puse unos calcetines de lana sobre los normales y me até sin prisa los cordones de las botas.Me preparé un par de emparedados de atún y unas cuantas galletas de dos pisos de mantequilla de cacahuete. Llené la cantimplora y me la acoplé junto con el cuchillo de caza al cinturón. Al salir por la puerta decidí dejar una nota. Escribí: "Me encuentro mejor, me voy a Birch Creek. Volveré pronto. A eso de las tres y cuarto." Tenía unas cuatro horas.
Antes de salir me comí uno de los emparedados de atún y me bebí un caso de leche.
Hacía buen tiempo. Era otoño, pero todavía no hacía frío más que por la noche. Por la noche encendían los potes del humo en los huertos, y a la mañana te despertabas con un aro de hollín en las narices. Pero nadie decía nada.
Había recorrido ya la mitad de la Dieciséis cuando una mujer que iba en un coche rojo se arrimó al arcén y se paró un poco más adelante. Bajó la ventanilla del asiento de la derecha y me preguntó si me acercaba a alguna parte. Era delgada y tenía unos granitos alrededor de la boca. Llevaba rulos en el pelo. Pero no estaba mal. Debajo del jersey castaño tenía unas buenas tetas.
-¿Qué, haciendo novillos?
-Eso parece.
-¿Quieres que te lleve?
Asentí con la cabeza.
-Sube. Tengo algo de prisa.
Puse la caña de mosca y la nasa en el asiento trasero. Había muchas bolsas de comestibles de Mel´s en el suelo y encima del asiento. Traté de pensar en algo que decir.
-Voy a pescar -dije. Me quité la gorra, levanté la cantimplora hacia un lado para poder sentarme y me acomodé junto a la ventanilla.
-Jamás lo habría adivinado -dijo la mujer, riendo. Se apartó del arcén y volvió a la calzada-. ¿A dónde vas? ¿A Birch Creek?
Volví a asentir. Miré mi gorra. No se me ocurría nada más que decir. Miré por la ventanilla y ahuequé los carrillos. Uno siempre imagina que le coge en su coche ese tipo de mujer. Que vais a volveros locos el uno por el otro y que te va a llevar a su casa y te va a dejar que la jodas por todos los rincones de la casa. Al pensarlo se me empezó a poner dura. Me puse la gorra encima de los muslos y cerré los ojos y traté de pensar en el béisbol.
-Siempre digo que cualquier día me voy a decidir a pescar -dijo la mujer-. Dicen que es muy relajante, soy muy nerviosa.
Abrí los ojos. Estábamos en el cruce. Quise decir: ¿Tiene de verdad cosas que hacer? ¿No quiere empezar esta misma mañana? Pero me daba miedo mirarla.
-¿Te va bien aquí? Ahora tengo que torcer. Siento tener prisa esta mañana -dijo la mujer.
-Si, muy bien. Perfecto. -Saqué mis cosas. Me puse la gorra, y luego me la quité para decir-: Adiós. Gracias. Quizás el verano que viene... -No pude terminar.
-¿A lo de pescar, te refieres? Claro, seguro. -Me envió un gesto con dos dedos, de esos que hacen las mujeres.
Eché a andar y me puse a pensar en lo que hubiera debido decirle. Se me ocurrían montones de cosas. ¿Qué diablos me había pasado? Corté el aire con la caña y chillé dos o tres veces. Lo que tenía que hacer para poner en marcha la cosa era preguntarle si podíamos comer juntos. En mi casa no había nadie. De pronto estamos en mi cuarto, bajo las mantas. Me pregunta si se puede dejar puesto el suéter, y yo le digo que si, que no me importa. También se deja las bragas. Está bien, digo yo. No me importa.
Yo estaba a pocos metros del puente. Oía correr el agua, bajé corriendo por el terraplén, me bajé la cremallera y lancé una meada que llegó a casi dos metros de la orilla del arroyo. Seguro que era un récord. Y me dispuse a pescar.
De cuando en cuando el anzuelo iba a parar junto a la orilla o detrás de una piedra grande. Pero no pasaba nada.
Me sentaba fatal el haber ido hasta allí para nada. Saqué todo el sedal y volví a lanzarlo. Dejé la caña sobre una rama y encendí el penúltimo pitillo. Me puse a mirar el valle y empecé a pensar en la mujer. Íbamos hacia su casa por que quería que le ayudara a llevar las bolsas del supermercado. Su marido estaba en el extranjero. La toqué y se puso a temblar. Estábamos besándonos en el sofá, y nos dábamos la lengua, y entonces ella se disculpó y dijo que tenía que ir al baño. La seguí. Vi que se bajaba las bragas y se sentaba en la taza. Yo la tenía tiesa, y ella me mandó un saludo con la mano, justo cuando iba a bajarme la cremallera, oí como un chapoteo en el arroyo. Miré y vi que la punta de la caña se estaba moviendo.
No era muy grande ni gran luchador. Pero lo dejé cansarse todo lo que pude. Era una trucha. Pero era verde. No había visto nada igual en mi vida. Tenía los lomos verdes, como manchas negras de trucha, cabeza verdosa y vientre también como verdoso. De color de musgo, de ese tono de verde. Era como si llevara mucho tiempo envuelta en musgo, y se le hubiera pegado ese color por todo el cuerpo. Era gorda y me extrañó que no hubiera peleado más.
Arranqué un poco de hierba, que metí en la cesta, y puse la trucha encima.
Podría pescar un rato desde el puente antes de irme a casa, Y decidí no volver a pensar en la mujer hasta la noche. Pero entonces, pensando en la erección que tendría por la noche, se me puso otra vez dura. Pensé que sería mejor dejar de hacerlo tan a menudo. Hacía como un mes, un sábado, en cuanto se fueron todos, cogí la Biblia y prometí y juré no volver a hacérmelas. Pero lo de la Biblia me dio nuevas energías, y las promesas y juramentos duraron uno o dos días, hasta que me quedé otra vez solo.
En el camino de vuelta no me paré a pescar en ninguna parte. Rodeé la casa hasta la parte de atrás para quitarme las botas. Me descolgué la cesta para tenerla lista cuando quisiera levantar la tapa, y me dispuse a entrar en casa sonriendo de oreja a oreja.
Oía sus voces y miré por la ventana. Estaban sentados a la mesa. La cocina estaba llena de humo y vi que salía de un cazo que había sobre uno de los fuegos. Pero a ninguno de los dos parecía importarles un bledo.
-Edna, ¿No vez que el cazo se está quemando? -dijo.
Ella miró hacia el cazo. Echó la silla hacia atrás y cogió el cazo por el mango y lo lanzó contra la pared de encima de la pila.
El dijo:
-¿Pero es que te has vuelto loca? ¡Mira lo que has hecho! -Cogió un trapo de cocina y se puso a limpiar lo que había dentro del cazo.
Abrí la puerta trasera. Me puse a sonreír. Dije:
-No os vais a creer lo que he pescado en Birch Creek. Mirad. Mirad aquí adentro. Mirad esto. Mirad lo que he pescado.
Me temblaban las piernas. Apenas me tenía en pie. Le acerqué la cesta a ella.
-¡Oh, santo Dios! ¿Qué es eso? -dijo cuando por fin se avino a mirar-. ¡Una serpiente! ¿Qué es? Por favor, por favor quita eso de ahí antes de que me haga vomitar.
-¡Saca eso de aquí! -gritó él.
Dije:
-Pero mira, papá. Mira lo que es.
-No quiero mirar -dijo él.
Yo dije:
-Es una trucha arco iris gigante de Birch Creek. Una de esas de verano. ¡Mira! A que es fantástica. ¡Es un monstruo! ¡Tuve que perseguirla arroyo abajo y arriba como un loco!
-Mi voz la de un chiflado. Pero no podía parar-. Y había otra -seguí atropelladamente-. Una trucha verde. ¡Te lo juro! ¡Era verde! ¿Has visto alguna vez una trucha verde?
Miró dentro de la cesta y se quedó con la boca abierta.
Gritó:
-¡Quita esa porquería de mi vista! ¡Qué diablos te pasa? ¡Saca ahora mismo de la cocina esa piltrafa y tírala al cubo de la cocina!
Salí a la parte de atrás. Miré en la cesta. Lo que había dentro lanzaba un brillo plateado bajo la luz del porche. Lo que había dentro llenaba toda la cesta.
Lo saqué. Lo levanté. Y me quedé con aquella mitad en la mano.